Existe un amplio consenso entre historiadores profesionales en torno a la caracterización de la dictadura franquista como un régimen sustentado en la violencia. El régimen dictatorial surgió de un golpe de Estado frustrado que derivó en una guerra civil de exterminio y se consolidó a lo largo del tiempo manteniendo a la represión y la coacción como dos de sus más firmes pilares. Además, la dictadura murió matando (los cinco últimos fusilamientos se produjeron el 27 de septiembre de 1975). De hecho, los años de la guerra civil y de la posguerra son, sin lugar a dudas, los momentos de mayor generalización y aplicación de la violencia política en la historia de España.
Canarias no fue una excepción y las diversas manifestaciones de la violencia represiva se proyectaron y pesaron como una losa en las personas y conciencias. El plan de exterminio y el resto de las «políticas de la victoria» se aplicaron en el Archipiélago como en cualquier otro lugar de España, así como la permanencia de las prácticas represivas y la generalización de la coacción sobre los vencidos.
Las caras de la violencia
La represión y la violencia comenzaron con el golpe de Estado y la proclamación del estado de guerra por parte de los militares sublevados. Desde que se fue fraguando la conspiración contra la Segunda República se planteó que el golpe debía ser violento en extremo para garantizar su éxito y lograr crear un clima de terror que paralizase cualquier tipo de resistencia. La instrucción reservada número 1 del general Mola (firmada en Madrid el 25 de mayo de 1936) decía que: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas».
Los sectores sociales que apoyaron el golpe de Estado tenían un interés especial en que el contenido de esa instrucción se cumpliera, y se aplicaron en las tareas de represión y delación de manera entusiasta. Los sectores dominantes de la sociedad canaria y los grupos más reaccionarios fueron radicalizando sus posturas durante el transcurso de la etapa republicana. El importante ascenso del movimiento obrero unido a la crisis económica mundial -que afectó especialmente al Archipiélago por su dependencia de los vaivenes de los mercados extranjeros- propiciaron una escalada de conflictividad social y laboral desconocida hasta ese momento y determinaron la radicalización de las derechas y de la gran mayoría de la burguesía isleña hasta hacerlas optar por la destrucción del régimen democrático, de las organizaciones políticas y sindicales obreras o situadas en la izquierda del espectro político, y de sus conquistas. Esto explica que las medidas represivas fueran aplicadas mayoritariamente sobre personas de la clase trabajadora y, en menor medida, sobre elementos de la pequeña burguesía de ideología liberal-republicana.
A estos factores políticos y económicos se debe añadir que los sectores sociales que secundaron el golpe, además, veían en las leyes republicanas (por ejemplo las de carácter secularizador y educativas) y en las actividades del movimiento obrero una amenaza frontal a su sistema de creencias y a la idea de orden y jerarquía social que defendían, lo que exaltó aún más, si cabe, su actitud beligerante contra el sistema democrático y produjo una mayor movilización política.
A lo largo del verano de 1936 la maquinaria represiva se consolidó y se convirtió en un sostén fundamental del nuevo estado de cosas. Desde los primeros momentos se persiguió decapitar tanto a los intentos de resistencia como a las organizaciones políticas de izquierda y sindicales a través de la detención, el asesinato de líderes y los cuadros de las mismas. Esta represión selectiva fue complementada con otra de carácter indiscriminado que perseguía aterrorizar y paralizar a la población.
Los sublevados no aplicaron una justicia nueva, sino que se valieron torticeramente de la legislación republicana. Así, su «base legal» se fundamentó en los bandos declaratorios del estado de guerra y en la aplicación de la justicia militar, con la peculiaridad de que, en palabras del cuñado de Francisco Franco y uno de los arquitectos de la dictadura, Ramón Serrano Súñer, ésta era una «justicia al revés» en la que se acusaba de rebelión, auxilio o excitación a la misma a aquellos que permanecieron fieles y defendieron la legalidad vigente.
A medida que la guerra avanzaba, y tras la victoria de los rebeldes, el aparato represivo se complementaría con numerosas leyes entre las que destacan: la de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939 (que aplicaba sus contenidos con efectos retroactivos a 1934); la de Represión de la Masonería y el Comunismo, de 1 de marzo de 1940; el Decreto que establece la Causa General, de 26 de abril de 1940; la Ley de Seguridad del Estado, de 29 de marzo de 1941; el Decreto Ley de 18 de abril de 1947 de represión del Bandidaje y el Terrorismo, etc.
Un aspecto que es preciso recordar acerca de la represión es que la maquinaria de terror para cumplir sus objetivos necesitaba de la colaboración de numerosas personas. La represión no sólo fue cosa de unos cuantos militares o desaprensivos, sino que implicó a sectores importantes de la población que colaboraron de diversas formas (delaciones, participación en las subastas de bienes expropiados...) que, en esos momentos de quiebra de la sociedad civil, sellaron un «pacto de sangre» con el régimen dictatorial.
Asesinados y detenidos
Desde los primeros momentos el gran número de detenidos desbordó las prisiones y comisarías existentes, y por ese motivo se habilitaron centros de internamiento mayores, como los campos de La Isleta y Gando en Gran Canaria o el de Los Rodeos y la prisión de Fyffes en Tenerife. Se configuró un amplio universo concentracionario por el que pasaron miles de personas, en su mayoría presos gubernativos, sin proceso judicial abierto, que fueron las principales víctimas de las torturas, «las sacas» y asesinatos indiscriminados. Además, numerosos presos fueron incluidos en batallones de trabajadores forzados tras el final de la guerra, como los 321 canarios deportados a Marruecos en el Batallón n.º 180, y otros fueron militarizados varios años. En total, el número de presos en el conjunto del Archipiélago pudo situarse en aproximadamente 10.000.
Todavía no se conoce el número exacto de víctimas mortales de la represión. Según las estimaciones llevadas a cabo por los investigadores, la cifra de asesinados (fusilados tras consejo de guerra y, sobre todo, los mucho más numerosos «desaparecidos») se sitúa entre 3.000-3.500 personas. La tipología de estos asesinatos es variada y muestra un elevado grado de sadismo: fusilamientos, palizas, personas lanzadas a cuevas, simas volcánicas o al mar con pesos atados a los pies? Las muertes no fueron producto de la acción de incontrolados y contaron siempre con el beneplácito de los militares, de la gran burguesía y con las bendiciones de la Iglesia católica. Los verdugos, además de los militares implicados en los consejos de guerra y en los pelotones de fusilamiento, estaban integrados en la milicia de Acción Ciudadana y en Falange, y se aplicaron con total entusiasmo a estas «labores de limpieza de la retaguardia».
El impacto de la represión se dejó notar en todas las islas, aunque el número de víctimas mortales y de detenidos varió según el número de habitantes y la intensidad de los conflictos sociales en los años anteriores. Las islas donde cuantitativamente fue mayor la represión, como es obvio dado su mayor potencial demográfico y actividad política, fueron Tenerife y Gran Canaria. A las islas centrales le siguen La Palma y La Gomera, donde se produjo un proceso de consolidación de las organizaciones obreras y en las que hubo conflictos de entidad, como, por ejemplo, los Sucesos de Hermigua (1933). Asimismo, en las colonias del Sahara, Ifni y Guinea hubo represaliados canarios.
A las víctimas de la represión hay que añadir las que provocó la propia guerra. Canarias se convirtió en la primera retaguardia segura y se produjo una movilización muy importante de recursos y de hombres para el frente. El número de movilizados, según el dato proporcionado por el general Carlos Martínez Campos en 1952, fue de 60.000, de los que, según estimaciones, en torno a 3.000 murieron y 10.000 sufrieron heridas y secuelas de diferente consideración. A estas pérdidas de vidas se deben añadir las de los isleños que cayeron defendiendo a la República en los frentes peninsulares y los fallecidos en el exilio y en campos de concentración nazis. En definitiva, se produce una fuerte pérdida demográfica.
Si bien las detenciones, los asesinatos y las torturas fueron las formas más criminales que adoptó la represión, hubo otras prácticas de coacción y violencia que se extendieron a todos los ámbitos de la vida.
Los detenidos y sus familiares se vieron sometidos a humillaciones de todo tipo, como el pelado a rape o la obligación de las mujeres de barrer las calles, las «procesiones» para devolver las cruces a los espacios públicos, como las escuelas, las incautaciones de bienes y la condena al hambre y a la enfermedad.
Represión económica
Las depuraciones de empleados y funcionarios públicos fue otro de los métodos represivos más utilizados y más eficientes para los intereses de los sublevados. Numerosísimos trabajadores se vieron expulsados de su trabajo o sometidos a sanciones diversas, destacando los empleados de los ayuntamientos y, por sus implicaciones, los docentes. En la provincia de Las Palmas 46 maestros fueron detenidos y 186 docentes de todos los niveles educativos fueron depurados. Por su parte, en las Islas occidentales fueron expedientados y condenados 214 maestros, un 31,7% del total. En definitiva, unos años de censura y amordazamiento de las ideas, de la creatividad, del conocimiento que en el terreno educativo y científico alejaron aún más a España de Europa.
La represión laboral afectó a un elevado número de trabajadores en forma de despidos, suspensiones y coacciones. El marco de relaciones impuesto desde la proclamación del estado de guerra y a partir del Fuero del Trabajo de 1938 dejaron a los trabajadores en una situación de absoluta indefensión. A esto se deben añadir otras prácticas de tipo económico vinculadas directamente a la represión, como, por ejemplo las incautaciones de bienes de los procesados por responsabilidades políticas -en Canarias se incoaron aproximadamente 5.000 expedientes-. Para algunos autores, la misma política autárquica adoptada por el régimen formó parte de la visión represiva y del plan de «purificación» del país. Independientemente de que la línea autárquica fuera parte del plan de castigo al conjunto de la población o producto de la ignorancia y la estulticia en temas económicos, lo cierto es que la larga posguerra implicó un descenso brutal de los niveles de vida y empujó al hambre a la mayoría de los españoles.
Entre 1939 y 1959 el poder adquisitivo de los salarios se hundió, los precios experimentaron alzas acentuadísimas y la corrupción económica y el estraperlo fueron la norma generalizada. En Canarias, la imposición de la autarquía -de la «economía de intendencia»- supuso la alteración del funcionamiento económico que había regido a las Islas desde el siglo XIX. Se suprimió de hecho el régimen de puertos francos, la vinculación con el exterior se vio cercenada y la «españolización» de la economía canaria motivó que en los años cuarenta el Archipiélago sufriera una de sus mayores crisis. La consecuencia más evidente fue el masivo proceso emigratorio que se desarrolló en las Islas en las décadas de 1950 y 1960, principalmente hacia Venezuela y las posesiones españolas en África, así como los procesos de redistribución de la población en las propias islas.
Violencia moral
La violencia y el control social se aplicaron de forma totalitaria en España. No sólo se detuvo, asesinó y depuró a personas. La coerción se aplicó a todos los ámbitos de la vida social y cotidiana. El miedo fue uno de los más firmes valedores de la dictadura en sus primeros años. Entre los protagonistas de esta represión de la vida cotidiana destacan la justicia ordinaria, los servicios de caridad (por ejemplo el servicio falangista de Auxilio Social), las organizaciones falangistas de encuadramiento y, muy especialmente, la Iglesia católica.
Las opciones sexuales, el ocio (bailes, la playa), los comportamientos familiares, las lecturas, entre otras cuestiones, eran controlados y debían adaptarse a la doble moral, impuesta desde el Estado y los púlpitos.
Las principales víctimas de estas formas de coacción y represión, aún poco estudiadas, fueron los pobres de solemnidad y, especialmente, las mujeres, reducidas a la condición de menores de edad y a la subordinación más absoluta. La igualdad jurídica y las conquistas obtenidas, al menos en el plano legal, por las mujeres fueron barridas por la dictadura, al tiempo que se imponía un modelo femenino basado en la sumisión, que en líneas generales era común al discurso católico y falangista.
A todo esto debe sumarse el adoctrinamiento y control de las conciencias ejercido desde las aulas, los púlpitos y los medios de comunicación, así como el afán por recordar a la población quiénes eran los vencedores y quiénes los vencidos. Tras la guerra no vino la paz, sino «la victoria».
Ricardo A. Guerra Palmero
Doctor en Historia Contemporánea
Fuente: La Opinión de Tenerife